Ritual // Pregúntale al Polvo
La cabalgata matutina despeja todo tipo de pesadilla de cabecera. Tengo la edad suficiente como para humear cualquier realidad. También, mi capacidad de no admitir mis errores han orillado a mis ideas al borde de un abismo. Desde hace varios años escribo cartas debajo de un guamúchil y desheredé toda riqueza antepasada. Hoy tengo que sobrellevar mi condena familiar: el fracaso. El estudio del ritmo me mantiene todo el tiempo improvisando sobre pentagramas color lechuga. El vínculo más cercano -que me queda- conmigo mismo me tiene amarrado al lazo del eterno retorno. Cuando perdí la cordura me encontraba en una maulería de sueños esquizofrénicos, estos se movían con la delgadez del segundero. Soy el obrero de mis condicionantes: la literatura, el café y el tabaco. Dejé de consumir obleas psicodélicas por salud mental. También dejé de retajar mis palabras: círculo vicioso. Dejé de caminar por las faldas del cerro; me sorprendieron las solfataras artificiales. Pagué la fianza de mi propio encierro creativo. Hoy festejo escribiendo y bebiendo whiskey (así, en gerundio). Desde el patio trasero un nogal me vigila. Durante los ocasos de agosto las noctilucas parpadean: estrellas terrenales: guías sin tiempo fijo. Sangre de privilegiado cae de mis ojos: amarilla. ¿De qué sirve ocultar la gloria personal? Me impacto ante la risa sardónica del ciclo lunar. Sin testamento firme, sin retículo y sin fe, sobrevivo a la paradoja amateur.
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