El Rey Baila // Miedo y asco en la Tierra Media

“El Rey Baila”
Miedo y asco en la Tierra Media
Columna por Axel Amaya
Guadalajara, Mx.

 

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Desde que puedo recordar, de niño siempre quise ser paleontólogo -así como cientos de mocosos que crecimos en esa curiosa época en la que lo non plus ultra eran los dinosaurios. A pesar de esta etapa que duró aproximadamente desde los 4 hasta los 11 años -momento en el que se despertó mi frustrado interés por convertirme en una estrella de rock-, hubo algo presente desde aquellos entrañables días hasta la actualidad; el objeto de interés que me ha impulsado prácticamente para cualquier actividad académica que realizo hoy en día: El gusto por la historia y el pasado.

Dicha afición me ha hecho acreedor de toda una serie de datos interesantísimos e inutilísimos. Como el hecho de saber que de no haber sido por Napoleón Bonaparte, nuestros expertos no tendrían ni idea de cómo descifrar los geroglíficos, gracias al descubrimiento de la piedra de la rosetta durante su campaña en Egipto -donde también le aplicó la Michael Jackson a punta de cañonasos a la gran y famosa esfinge de Guiza. Este tipo de misceláneas, y ¿por qué no?, mi inherente fantochismo, ñoñez o llámenlo como quieran, me ha arrimado a todo tipo de textos y películas relacionadas al pasado. Sobre estas segundas, en los últimos años mi papá y yo hemos desarrollado una especie de rito en el que nos aplastamos en un sillón a ver qué nueva cinta he podido conseguir de la Biblioteca Jorge Villalobos.

Así hemos pasado desde la vida privada de Mozart -y su castrante risa-, hasta los demonios de Goya bailando a través de su sordera y su aguda percepción de lo grotesco. Sin embargo, uno de nuestros temas predilectos, no ha dejado de ser el uso práctico no sólo de la misma historia en relación a la historia que estamos contemplando, sino también de la herramienta del poder, la interiorización de los conceptos de identidad y el control social mediante el arte. Los monarcas suelen ser grandes ejemplos de estos casos.

Así en una de estas sesiones, llevé el miércoles pasado a la casa una cinta que ya había visto en mis años de CEDART y que desde sus primeros planos se ha quedado impregnada en la manera en que percibo cómo el arte y la cultura dejan de regocijarse en los rincones ociosos de la contemplación y pasan a formar parte de las herramientas más poderosas que pueda tener un político. La película lleva por nombre “Le Roi Danse” -o, “El Rey Baila”- y habla sobre el compositor barroco Jean Baptiste Lully y su vida en la corte del rey Luis XIV, también conocido como El Rey Sol. Este, a pesar de llevar su referencia en el título, queda desplazado a un segundo plano para centrarnos en las pasiones y excesos del músico, y a pesar de esto, su presencia nunca cede terreno del todo, esto seguramente tanto por la actuación de Benoít Magimel, como por el rol tan poderoso que representa. Y es que Luis XIV es todo menos un personaje sencillo.

 

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Luis XIV nació un 5 de septiembre del año 1638, en la monárquica ciudad de Saint-Germain-en-Laye, una especie de Valle Real o Bugambilias para la corte francesa de aquellos años, alejado de la suciedad y el bulgo de París u otras regiones insalubres y problemáticas de la Francia post-renacentista. Desde niño, Luis quedó huérfano de padre, y aunque estuvo sujeto a las restricciones políticas de ministros, fuerzas de choque, pretendientes al trono y hasta de su propia madre -Ana de Austria-, se desempeñó desde entonces como un cabrón, en el mejor sentido de la palabra, pasándose por el arco del triunfo las piadosas instrucciones de su religiosa madre y llenando la corte de músicos, pintores y escritores, que marcaron su profundo amor por las artes y una exhaustiva búsqueda por la perfección y la belleza.

Así con el paso del tiempo, Wicho se conformó como uno de los primeros gestores culturales, un parte aguas en su época al ser uno de los primeros monarcas europeos en entender el inmenso poder del legado y el patrimonio material e inmaterial, no sólo como una forma de auto reverencia a un reinado efímero y hedonista, sino como una huella de universalidad en un modelo que siempre planteó dejar a Francia como la única nación representativa de las bondades de la humanidad en todo el mundo. Si consideramos este uno de los signos más vitales del tan llamado imperialismo cultural o de la “neo-colonización”, podemos ver que Luis XIV pudo haberse adelantado a su tiempo, por al menos tres siglos, y sin hacer juicios de valor sobre si esto es correcto o incorrecto, sin lugar a duda hay un antes y un después en el desarrollo de las artes y la cultura.

 

 

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El poder como forma de dominación mundial puede sonar rocambolesco y caricaturesco, pero si entendemos el concepto de universalidad como un producto prácticamente no aprovechado hasta entonces -al menos no aprovechado por nadie que tuviera tanta influencia política, osea, una influencia verdadera en la cultura occidental siempre tan monárquica y fundamentalista- veremos que no sólo son las bases bajo las cuales trabajamos todos aquellos adeptos a las artes, las humanidades y las ciencias sociales, sino que gracias a este clima tan particular que sucedió por aquellas latitudes en aquellos lejanos años, gente como Voltaire, Montesquieu y Rousseau jamás hubieran publicado sus trabajos, textos que hoy en día sabemos que ayudaron a moldear la modernidad que tanto nos gusta exaltar.

Los derechos sociales, la academia, el Estado moderno y hasta la libertad de expresión o el derecho de autor han sido fruto de estas expresiones de libertad que en su momento fueron un fruto casi directo al desarrollo de las artes y las ciencias, vaya, de la cultura en general, que sucedió gracias al capricho del exponente máximo de la autoridad totalitaria y centralizada a través de una monarquía.

Los detractores del Rey Sol aseguraban que en sus ratos más maquiavélicos y lunáticos, Luis XIV deambulaba como loco por los pasillos de Versalles, hambriento de poder y de sangre, cual Calígula barroco repitiendo a los estanques y fuentes de su inmenso jardín: “¡El Estado soy yo, El Estado soy yo!”, sin embargo hoy sabemos gracias a sus memorias, que la cita es una tergiversación, transformada de la frase: “El bien del Estado constituye la gloria del Rey”, y aunado a esto sabemos que sus últimas palabras fueron: Je m’en vais, mais l’Etat demeurera toujours (“Me marcho, pero el Estado siempre perdurará”).

 

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Durante la película, mi papá y yo reflexionábamos sobre todo esto y comentábamos que jamás se hubiera imaginado la forma tan estrepitosa, horrenda y violenta en la que su dinastía sucumbiría. Sin embargo concordamos en que al margen de la exterminación de la Casa de Borbón, Luis hubiera estado fascinado con las ideas de los enciclopedistas de la ilustración, exceptuando aquellos pasajes en donde se vomita sobre la idea de un monarca, porque eso sí, al César podrá haber sido lo que era del César, pero a Luis XIV no se le contradecía ni en su forma de bailar, porque si el rey quería fundar el Ballet… pues bueno, quién sabe cuantos battemonts jetes se habrán dado en su honor. Así si querías que el rey firmara la paz y rechazara lo que el rey consideraba era suyo por derecho de nacimiento… chécate las tres guerras en las que se batió a lo largo de su interminable reinado -o al menos así de tardado debió parecerle a España.

A fin de cuentas nadie lo atravesó con un puñal en la espalda, y murió muy viejo en su grandioso palacio. Hasta el día de hoy sólo ha habido otro gobernante francés capaz de cambiar el mundo a su antojo y para siempre, pero Napoleón es un tema que puede esperar para otro día.