Reseña de ‘Ánima’, la novela de Antonio Ortuño
Voy en el camión con mi ejemplar sacado de la Jorge Villalobos, hago los tramites de día a día, voy a trabajar, al teatro y a la escuela mientras parada tras parada me acompaña una novela amarilla, con dos monos en traje con cabeza de cámara súper ocho –o algo así– mientras me río a carcajadas y espero que haya mucho tráfico para no parar de leer. La novela es Ánima de Antonio Ortuño. El viaje siempre es de lo más interesante pues durante mi tránsito por las asoleadas calles, colonias y avenidas de Guadalajara, siempre veo reflejada la horrenda ciudad de ________. Me emociono al imaginarme a los cuatro jóvenes idiotas paseando por una combi prestada, atiborrados de sueños, chelas y cocaína yendo a madres por el Periférico y Colón para llegar hasta el “galeón” en el centro. A mi paso por Loma Bonita y los al rededores del Cerro del Tesoro, que –parafraseando– jamás dio ningún tesoro a nadie –excepto una bola de mal vivientes y drogadictos– llegan estos mismos imbéciles para recoger plantas silvestres y hacer su jodidísimo ritual satánico. Y literalmente me boto de la carcajada cuando paso por la calle y en el más increíble de los milagros noto las marcas de una maceta de enormes proporciones que alberga un helecho igual de impresionante a pocos metros de un conjunto habitacional, que aparentemente fue arrastrada y dejada ahí a su suerte. Lo cierto es que me he espejeado de una manera impresionante con esta novela, narra la historia del arte mexicano, y más aún, la historia del arte _______. “Si juntas a dos creadores, automáticamente hablarán mal de un tercero.” Esto lo dice atinadamente Ortuño en alguna entrevista, y aunque yo no conozca una escena de creadores en otros lados del país o del mundo, al menos en mi ciudad sí que es así, todos están tratando de pisar a todos, todos corremos en círculos persiguiendo nuestra propia cola pensando que estamos tras una beca, o un fondo o algo, no es hasta que las perras más grandes se nos cruzan corriendo que alcanzamos a olfatear una pestilencia más horrible que la de nuestros propios culos y nos damos cuenta que podemos mamar de una comodidad aún más reconfortante, y curiosamente, vista mucho menos despreciable que la de la casa materna –en algunos casos paterna-, como lo es la gran teta caída y mordisqueada de las instituciones públicas –de las privadas se encarga Ortuño de despedazarlas bajo otro juicio inacabable- y nos reconfortamos en nuestra inmundicia de creación superflua y poco original, mientras los Arturo’s Letran del mundo siguen como titanes obesos y pestilentes ganando premios, hinchando sus paladares de asquerosa hueva de pescado y embriagándose mórbidamente de champaña –y no es que yo sepa lo que hacen estas personas. Estereotipos, quizás-, mientras ponen bien en alto el nombre nacional, aunque a estos sus naciones les importe una mierda, como al resto de nosotros, aunque si llegara a afirmar esto sería una deshonra, porque ahora este personaje, creador de personajes no menos despreciables, deja de ser un ejemplo a seguir y solo es un “malinchista” cualquiera. Pero no. Jamás dirá eso, sabe bien qué manos debe besar y sabe bien qué palabras debe decir. De esto Ortuño no se cansa de repetirlo, nos lo impregna en cada página, en cada soez y socialmente incorrecta línea que vomita el genérico personaje de El gato Vera, genérico porque a mi parecer, y como la mayoría de los buenos protagonistas de novelas, es un personaje para que determinada sección del público se siente identificado. No es un gran héroe, no tiene un talento sin precedentes, pero su diálogo es honesto, en las ventriculaciones que logra Ortuño a partir del Gato, oímos nuestra propia voz que nos declama al oído aquellas palabras demasiado groseras para decir, demasiado agresivas y cínicas para despotricar. En el universo de esta novela, toda obra es tan grotesca y absurda como su creador, las horribles y esperpénticas creaciones en stop motion del jorobado y prieto Animal Romo, las mamonas trifurcaciones posmodernas de Letrán en las que la imaginación no es otra cosa que una prostituta mal pintada, y las pseudointelectuales, pseudozombificadas producciones del Gato Vera hacen que las películas de Robert Rodríguez parezcan “cine de arte” –aunque pensándolo bien, a lo mejor Ortuño tomó mucho del modelo de Rodríguez para su novela– y a la vez un claro guiño a la figura de George A. Romero durante toda la obra. Las relaciones de poder entre los personajes quedan plasmadas a partir de los choques entre sus egos o la falta de estos. La manía del Animal se percibe en su totalidad como un grito desesperado de una generación de creadores sin talento y sin esperanza, legados de una generación muerta tratando de luchar contra los gigantes del cine junto a los que crecieron y que, sin embargo, jamás tendieron una mano hacia sus camaradas. Letrán es horrendamente despreciable –quién sabe si por mérito propio, o por la sensación que despierta el narrador después de tanta mentada de madre– pero lo cierto es que uno termina odiando por completo a Letrán, y a la vez incluso, al mismo Gato Vera, pues a pesar de todo el desprecio vertido sobre éste, terminó volviéndose su imagen, aquello que tanto anhelaba destruir. Y el Apache lo sabe, el Animal lo sabe, y no dejará que éste lo olvide. _________ es un nido de víboras, todos están buscando cómo van a sobrepasar al otro y ninguno se ocupa realmente por mantener una escena local –esto es completamente ficcional– cualquier neófito en el ambiente cinematográfico no tiene de otra más que adorar a Letrán o perderse para siempre en los anales de la historia fílmica ______ense. En cualquier caso nunca harán nada importante. La figura del Gato Vera se levanta como el perfecto contraataque para la hegemonía del obeso, el estandarte de los pinches gatos asistentes de dirección. Pero el Gato jamás cumple sus votos de castidad, desde que decide que sí quiere ser un director y acepta el puesto en la escuela de cinematografía su destino se ha sellado, ahora solo subirá, y subirá, y subirá, a la vez que la ética de su trabajo quedará cada vez más bajo tierra, como una especie de sube y baja artístico, muy feo. El universo entero me es adverso. He pasado noches enteras barajeando esa frase en mi cabeza, ese mantra que me aferra a la historia, es un vínculo que me relaciona directamente con uno de los personajes más patéticos e irreverentes sobre los que se ha escrito. ¿Qué será lo peor de todo?, ¿que nunca consiguió lo que se propuso?, ¿que el único trabajo relevante que pudo haber hecho fue jodido por el único ser que le dio alguna felicidad? –y claro, hablo de que le dio a la niña, no de ella en sí– O… acaso será que Ortuño ha dado en el clavo… en ese que nos duele a todos los mexicanos. Que somos fracasados –al menos así nos sentimos–, que somos unos perdedores. Y traicionamos, constantemente traicionamos. Porque somos inseguros. Porque nos pisotean y pisoteamos. Pero solo después de un rato. Nos golpean y bajamos la cabeza, aguantamos bara (arre). Pero cuando menos lo imaginamos –sí, nosotros– soltamos el madrazo, un tubo a la cabeza. Y lo dejamos desangrar. Ortuño fabricó al mexicano perfecto. Este es el verdadero Ulises Criollo y no otra cosa. Un antihéroe patético y poco original, pero de buen corazón. Un ser por el que no das un peso, y sin embargo, él sacrifica mucho por ti apenas mostrando cariño, acostumbrado a agacharse, acostumbrado a pedir el pan con el rabo entre las patas y si no hay pan, migajas. Y lo más aterrador de todo, el frío gélido, heladísimo que congela el alma: existió. Al menos su modelo. Rigo Mora tuvo que morir para ser reinventado en esta figura romántica. Ni siquiera el modelo fue tan relevante, al final el mundo recordará al Animal Romo y la traición de Arturo Letrán. Pero… ¿quién se compadecerá por la triste historia de Rigo Mora y Guillermo del Toro? Al cabo, ¿qué más da? Tiene un premio de corto de animación, ¿no? Bastardo suertudo. ¡Yo soy el Animal Romo! Gritan sus camaradas, la mayoría de ellos se encuentran ahí por otra cosa que la amistad, se encuentran ahí por la necesidad de la heterodoxia ante el poder hegemónico del obeso titán rubio del cine mexicano. La idea de destrozar su noche de gala suena coqueta en sus cabezas y no van a dejar pasar la oportunidad, pero algo pasa, más allá del arresto el Gato conoce al que luego lo catapultará a la fama, le dará una esposa y al Animal algo por lo cual vivir: una hija. La niña es el elemento de vida en toda la novela, la piedra angular que hace que todos cobren un ápice de humanidad entre tanta podredumbre. Por el sencillo recuerdo de la pequeña Letrán está dispuesto a hablar con El Gato. Ortuño repite la fórmula utilizada en “El Buscador de Cabezas” –y que más tarde usará en “La Fila India”, los niños son el elemento redentor de los personajes. Por ellos están dispuestos a perdonarse entre sí –o al menos aparentarlo- y conducirlos hacia un bien mayor, el único rasgo de altruismo puro en su obra. Sarcástica e irónica. Sarcástica e irónica dicen todos. Pareciera ser que es lo único que se puede decir de esta novela. Yo en lo particular no noto ni el sarcasmo ni la ironía. Si acaso existe aquí, será en que es tan apegado a lo que somos que da risa. La farsa perfecta. No. Yo no busco la risa aquí –aunque la hubo– No buscaba nada, y a pesar de eso, encontré una historia amarga y fuerte, como un trago de Tonayan. Eso mero. Ánima = Tonayan. Todos lo hemos tomado = todos nos hemos aprovechado de un amigo. Todos lo negamos = todos abandonamos a nuestro amigo. Cuando nos pregunten qué tomamos, seguramente diremos “tequila” pero sabemos que es un sucio aguarrás pintado y cegador = Cuando nos pregunten ¿de quién fue la idea? Diremos: Mía. Cuando se acabe el Tonayan se acabará la fiesta. Sin embargo ya se acabó, ya estamos aquí, sufrimos la cruda, las consecuencias de los errores tomados por los creadores de _______ en el pasado. Y ahora todos pagamos. Ortuño tiene un gran defecto: su estilo. Su estilo es su estigma, a mi opinión es la característica principal de cualquier artista, que su estilo lleve sobre éste una cruz. La cruz purga, daña, pero a la vez redime, es lo que carga sobre sus hombros. Es por lo que Ortuño es criticado y admirado a la vez, por este mismo estilo. Cinematográfico. Ácido. Pero con una fórmula pre-escrita. Los personajes principales en sus novelas –al menos en Ánima y El Buscador de Cabezas– son el mismo, es su voz, son pequeños retazos de su personalidad que, más que asomárse, se apoderan por completo del texto. Todos tienen la misma voz. Ya sea un fascista, o un director de cine. Ortuño es Ortuño. Y sus personajes son él a su vez. Pero quizás sea esto lo más significante de su obra, que se ha abierto paso con este estilo tan propio. La mayoría de las críticas hacen mención a esto, “un estilo inconfundible”, que a pesar de sus limitantes, a pesar de que pueda no decir nada nuevo, dice lo que se tiene que decir, y lo dice bien. Lo dice de la manera en la que muchos quisiéramos decirlo. El tiempo dirá si se mantendrá en su puesto de joven talento tapatío, el único mexicano en Granta, o se reinventará. Y el universo entero le será adverso. |