‘Teatro de orgías y misterios’ de Hermann Nitsch
Dentro de nuestra situación actual, la violencia forma parte de la vida diaria cada vez más y más. A estas alturas, para mi generación es casi imposible recordar a un México no ataviado por la constante noción de peligro y la locura de nuestra sociedad. Dentro de todo este margen de profundo shock y traumatismo, ¿cual es el papel que tiene el arte no sólo en la sociedad mexicana actual, sino en todo el mundo?
El proceso de sacralización de las artes no depende de una cualidad universal y definitiva que por antonomasia estas tengan, en cambio sus virtudes permutadoras para reemplazar, sustituir, evolucionar y transgredir a raíz de los cambios de época, cosmovisión e interpretación, son un proceso bastante tangible y analizable.
La academia, las instituciones, las normas sociales y los cánones -también estos transformables-, juegan un papel casi insospechado por el apreciante promedio, pues son estos quienes definen qué se considera arte y qué puede estar en proceso de serlo. Los códigos que complementan el diálogo entre estos elementos, hablan de un espacio tangible y de un proceso observable -como el que vivimos hoy en día, en relación a la legitimación de muchas corrientes contemporáneas-, proceso que como los agentes de cambio social que pretendemos ser nos conviene o nos obliga aprovechar. A la larga nos ayuda a encontrar el camino hacia la tolerancia y hacia la transformación y mejoramiento social -o al menos es el objetivo.
¿Pero qué pasa cuando el arte se convierte en violencia? No en odio, sin embargo, sino en pura y enérgica violencia ritual. En transgresión y en la exaltación de la profanación. Figuras iconoclastas como los accionistas vieneses resaltan en una época predominada por movimientos fundados sobre la paz y la tolerancia, sin embargo alimentados por el hastío. El accionismo vienés rompe, como una terrible ola, con la pacificidad de la posguerra; asusta y perturba.
En un trabajo de reconstrucción, análisis y contemplación de los discursos y formas del accionismo, surge siempre la polémica del apoyo a la violencia -aún así, una violencia sin odio-, y es que lo indefendible y lo tolerable se balancea en una cuerda finísima. Los sacrificios animales y la mutilación, elementos inseparables de este movimiento, se entretejen y encajan tan perfectamente en el caos de las aktions, que su armonía es abrumadora. Y a pesar de que se justifique una y mil veces el maltrato animal / por ejemplo, por motivo de la cancelación del ‘Teatro de orgías y misterios’ de Hermann Nitsch en el Museo Júmex de la Ciudad de México, pieza que estaba pensada para exhibirse en febrero de este año, la embajada austriaca liberó un comunicado en el que explica que Nitsch no ha realizado un sacrificio en vivo desde los años noventa, y que por el contrario, la carne utilizada en sus ‘perfomances’ es trabajo de carniceros experimentados, incluso siendo está última ocasión un carnicero el que, sin dolor y con eficacia, sacrificaría al animal en cuestión/ no deja de ser un sacrificio, en eras del apogeo al derecho de los animales.
Esta búsqueda del rito, lo primigenio y lo brutal no se quedaba en la mera utilización del cuerpo -ya sea humano o animal-, sino que en paralelo con las teorías de Jerzy Grotowski, la búsqueda por el arte total hace conjuntar más de una disciplina en estos eventos -o happenings-, así como pasaba con Jackson Pollock, el pigmento -en este caso la sangre- se convierte no sólo en el elemento indeleble de la obra, sino en una substancia cargada de valor que es deconstruída e insertada en el ritual. Gracias al reconocimiento de esta transmutación y ¿por qué no?, como una especie de burla al catolicismo, muchos accionistas -en especial Otto Müehl y el mismo Nitsch- reemplazaron la pintura por estas otras substancias que a su vez sustentaban su discurso transgresor; la sangre, las visceras, el excremento, la orina, el semen…
Independientemente de nuestros juicios, la sociedad ya no concibe el sacrificio público de los animales. Una Chaudhuri, en su ensayo Animal Rites: Performing beyond the Human (encontrado en el compilado de Janelle G. Reinelt y Joseph R. Roach, Critical Theory and Performance, publicado por la Universidad de Michigan) habla, sobre la profunda aversión que nos causa el sacrificio público de estos y de cómo ella piensa que reaccionaríamos ante la visualización del desproporcionado número de vacas locas sacrificadas en el Reino Unido. No es que no los sacrifiquemos, lo hacemos por montones, sólo no nos gusta verlo en primera persona.
Resulta entonces paradójico que muchos individuos y creadores que adoptan y soportan una visión radical en el arte, se escandalicen con la prosa y el discurso de los narcocorridos, y a su vez, señalen como insensato -por decir muy poco- a todo aquel que disfrute de estas expresiones. La violencia en el arte no nos es ajena, sin embargo tiene la cualidad de repelernos si no es el tipo de violencia a la que estamos habituados. Si no es Pulp Fiction o incluso Francisco de Goya enajenamos a todos estos individuos que no poseen el mismo capital cultural que nosotros, no importa que se utilicen los mismos medios o incluso se hablen los mismos discursos y lenguajes.
Los instrumentos que utilizamos para valorar y autentificar las expresiones artísticas en relación a su valor academicista nos está llevando a educar en pos del rechazo y la intolerancia. La academia es elitista y no comprende al otro, sin embargo exige ser comprendida y reniega de la insensatez. La violencia en el arte, aunque utilizada como recurso argumental, cede terreno teórico ante la postura pacifista de las políticas culturales actuales, y aunque esto pueda ser percibido como algo bueno, existen miles de variables a considerar, como la comprensión de los mecanismos de terror en la violencia y cómo combatir estos a través de la inmersión o el sencillo reconocimiento de esta en un contexto histórico e ideológico.
La polémica que despiertan estas obras -ya sean academicistas como la pintura o el cine; post-academicistas o en proceso de academización como el performance o ya de plano chabacanas como el rap y los narcocorridos- forma parte de un círculo que a su vez valida estas expresiones, porque a pesar de la crítica que han sufrido estos movimientos a lo largo de los años -hasta el ballet se llegó a considerar indecente en algún momento- los ataques destinados hacia la profanación de los valores de las instituciones que se critican, la utilización de la violencia, el sacrificio animal o la perversión sexual forman parte de los objetivos de estas expresiones, pues precisamente al ser estos movimientos que plantean la descontextualización y la heterodoxia discursiva, la descalificación de estos dentro del mundo del arte es en principio el motor que genera estas propuestas.
Los accionistas vieneses, El Komander y Hunter S. Thompson son la cara fea del hombre, sí, pero también son un amplificador de nuestros caprichos y de la interminable condición humana. En palabras de Nitsch, Hermann: “Mediante mi obra artística (una forma de devoción a la vida) cargo sobre mis hombros lo que parece ser una lujuria obscena, perversa y negativa, y la histeria sacrificial que resulta de ella, para ahorrarte la deshonra y la vergüenza del ascenso a lo más extremo” (Manifiesto del órgano sangriento, 1962).
La pregunta quizás radique en el papel que juega la construcción de un discurso en el entramado de validación que los distintos grupos intelectuales o “cultos” le den a las expresiones artísticas. ¿Qué es más importante, fondo o forma?, ¿de verdad se tiene qué elegir entre uno u otro? o ambos pueden coexistir y divorciarse al antojo de nuestros gustos, nuestras pasiones y nuestras incoherencias.
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