La ficción en lo real // Miedo y asco en la Tierra Media
“La ficción en lo real”
Ilustración por Denysse Bowels
Tanto en el cine, como en el teatro, en la literatura, los videojuegos, en la pintura y prácticamente dentro cualquier forma de expresión creativa existe una larga tradición al respecto de la cohesión entre realidad y la ficción. Desde la metateatralidad de Shakespeare y Pirandello hasta el rompimiento de la cuarta pared por Woody Allen, el interés de los autores por apropiarse del público y posicionarlo no sólo como un espectador callado, inmóvil y pasivo ha estado muy presente desde que el arte es concebido como tal. La perspectiva bajo la cual Velázquez maneja su obra más famosa Las Meninas, la rebeldía del personaje de Unamuno en Niebla e incluso los intentos de series infantiles como Dora, la exploradora son un fiel recuerdo de cómo los autores han tratado de hacernos creer que lo que estamos viviendo es más que una simple ficción. Unamuno es uno de los más claros ejemplos de cómo el surrealismo y el existencialismo pueden llegar a formar parte de una obra intrincada y profunda en muchos niveles, no solamente como discurso poético, sino como recurso estético bajo el cual se implican experiencias tridimensionales que nos hacen cuestionarnos –o al menos lo intentan- sobre qué es lo real y qué es lo imaginario. Para muchos creadores y críticos este tipo de obras representan una alternativa para hablar de una serie de temas que pueden ir desde los sentimientos humanos más comunes como el miedo al cambio o a la muerte, hasta el planteamiento cumbre de las artes modernas bajo el cual ponemos a tela de juicio no sólo nuestras perspectivas éticas y estéticas, sino también nuestra misma realidad. Sea como sea, yo creo que este tipo de obras no habla única y exclusivamente ni de una ni de la otra, aunque en un principio pueda parecernos de esta manera. Luigi Pirandello expone en su obra Seis personajes en busca de un autor una problemática tal vez ni siquiera dilucidada por su propio autor, y aunque quizás esta no sea la primera obra que habla sobre el tema de la interconectividad de los dos mundos –ni mucho menos-, para mí sí es la que lo maneja en su forma más certera y elemental, a la vez que pone sobre la mesa el punto más clave, intrincado y reflexivo. No es sobre cómo percibimos la ficción, ni sobre cómo lidiamos con fuerzas que no comprendemos, o ni siquiera de la inevitabilidad de las cosas. Más que el rompimiento de la cuarta pared, más que la relevancia del público en la obra y de cómo este deja de ser un ser casi omnisciente pero inútil, lo más trascendente es la liberación misma del personaje. Las obras que juegan entre la ficción y la realidad, tomando como alternativa una simbiosis entre ambas no son solamente importantes por su contenido democrático, y aunque no carece de importancia este punto, lo más trascendental que aprendemos a raíz de estas experiencias es el valor de la libertad y la reflexión de la misma. Nos habla del grado de libertad –o la falta de ella– que como seres aparentemente reales, libre albedriosos y libertinos poseemos. Los personajes que reniegan de su creación, ellos que saben dónde están y qué están haciendo, no nos fascinan por ser seres interdimensionales o ingeniosos, nos fascinan por ser seres que ante todo reconocen su falta de libertad y tratan de hacer algo para combatir su encierro, ya sea ignorando las reglas de la ficción e interactuando con nosotros, o renegando abiertamente de su creador. Hoy en día la cultura popular no se puede concebir sin estos derroches de excentricidad creativa, los elementos de la interconectividad de lo real y lo imaginario impregnan nuestras formas de ocio, reflexión y creación. Es cierto que el espectador ya no es ese ser pasivo que era antes, y su responsabilidad como receptor ha evolucionado y se ha densificado, pero esto no deja de ser sólo una alternativa para volver a plantear la pregunta clave en estas obras, ¿somos realmente libres? Y si lo somos, ¿libres para qué? |