El muro del olvido // Letrista

pared

 

Por Beatricia Braque

 

—Soy el último hombre del mundo.
— ¿Cómo lo sabes?
—Vi a los demás extinguirse.
— ¿Cómo fue?
—Los vi perseguir ilusiones vanas con los ojos nublados por el sentimiento. Vi a muchos caer.
— ¿Tú nunca perseguiste ilusiones vanas?
—No, hui de la fiebre, del calor que me envolvía al mirar los ojos de aquella muchacha triste.
— ¿Qué pasó con ella?
—La vi secarse por la soledad. No quise salvarla. Salvarla me habría condenado.
— ¿Cuál era su nombre?
—Ya no lo pronuncio. Pensarla me hace doler aquí, donde dicen que está el corazón. Sus ojos
negros y su mirada eran como flechas de obsidiana. Algunas noches siento la fiebre del recuerdo.
Me resistí a caer a sus pies.
— ¿La extrañas?
—Desde que me golpee la cabeza la extraño cada vez menos. Me dijeron que podría olvidarme de
todo si me estrellaba contra aquel muro. Me dijeron que no sería capaz de siquiera recordar mi
propio nombre.
— ¿Funcionó?
—No estoy seguro. Cuando me golpee los recuerdos se revolvieron dentro de mi cabeza. Entonces
recuerdo que era un niño inquieto que corría entre fuego cruzado con un uniforme que me venía
grande, y que mi madre me alimentaba con un biberón cuidando que las gotas no cayeran en mi
barba. Recuerdo a mi abuelo cuando era joven, y yo apenas una idea. Recuerdo haber perdido un
amor, unos ojos negros… Nada más.
Había sueños líquidos en mis venas azules.

 

 

— ¿Qué pasó con él?
—No podría desdecirlo, tantos años ha habitado en mis palabras. Ha recorrido mis ecos sonoros,
lo he visto tropezar en las sílabas tónicas. Él es mi obra cumbre, mi historia de ficción más célebre.
Sé que me piensa.
— ¿Cómo puedes saberlo?
—Lo siento. Justo ahora está hablando sobre mí, siento el terciopelo negro de sus palabras.
— ¿Qué dice?
—Que me ha olvidado, que se estrelló contra un muro, que salvarme lo habría condenado. Pero el
sigue aquí, en los caminos de mis manos. En mis letras y en mis silencios. Cuando se fue decidí
callar. No entendía el paso del tiempo. Cada que despertaba tenía que empezar a olvidarlo desde
el principio.
Mi existencia estaba tan infestada de él que tuve que dejarme morir un poco en otros brazos, pero
despertaba nombrándolo, escribiéndolo, buscándolo.
— ¿Él lo sabe?
—Por supuesto que no. Por ningún motivo. El piensa que lo he olvidado. El piensa que soy la más
frívola y cruel de las últimas mujeres. Verás, fuimos desapareciendo. El olvido, esa pequeña
muerte…
— ¿Cuál fue la causa de las desapariciones?
—Nadie está seguro. Las últimas mujeres decidieron marcharse una noche y muchos las siguieron.
Fueron a perderse.
— ¿Y tú?
—Yo ya estaba perdida.
— ¿Y él?
—Él me dejó perderme.
¿No te das cuenta? Somos los restos. Sé que me piensa y que por eso no he terminado de
desvanecerme. El me mantiene viva en su recuerdo. El día que logre olvidarme me apagaré como
una vela.
— ¿Y yo qué hago aquí?
—Seguro hay alguien que no te olvida.

Los relojes enloquecidos solo marcaban la hora correcta dos veces al día. Todo estaba cubierto por
la bruma. Trataba de entender. Hay alguien que no me olvida… Estoy vivo en el recuerdo… Soy una
especie de sombra intermitente. ¿Será que mi silueta se irá revelando en la memoria? O quizá se
desdibuje hasta que me convierta en nada.

 

 

—He vuelto.
—Me alegro. Recuerdo haberte conocido en mi funeral, había en tu solapa una flor blanca.
Recuerdo que abriste el féretro y bailamos sobre los epitafios con una música alegre de tan triste.
Tendría yo quince años. Era un muchacho menudo que conversaba con las aves.
— ¿Volviste a golpearte en el muro?
—Morí a los quince años y resucité a los veinte. Me trajeron a la vida unos ojos negros de tan
tristes.
— ¿Qué más recuerdas?
—Recuerdo haber nacido en un aeroplano, di mi primer grito en pleno aterrizaje. Nací en el aire
conversando con las aves y yo también abrí mis alas. Pero mis alas eran brazos tan tristes… Volé al
regazo de mi madre cuando ella era apenas una niña y yo solo un muñeco sin vida. Recuerdo el
olor de su cabello dorado. En aquél entonces estábamos en guerra y yo me alisté en el ejército
cumplidos los tres años. Recuerdo el olor a pólvora en mis pequeñas manos. Recuerdo el primer
disparo. Se hizo el tiempo tan lento…
— ¿De qué guerra hablas?
—De la última guerra. La que vino después de la última escasez. Estábamos todos tan cansados,
tan hambrientos, tan faltos de todo… Empezaron las peleas y las discusiones, se formaron las
facciones y los frentes. En aquél entonces yo soñaba con ser carne de cañón. Solamente quería un
pretexto honorable para terminar de morir.
— Cuéntame sobre la última guerra.
—No hay mucho que contar. El campo se vistió de sequía y se acabaron las provisiones.
Empezaron los desacuerdos y se formaron las facciones. En la guerra morimos todos, pero algunos
quedamos de pie. Las últimas mujeres nos refugiamos en una cueva de sombra y tuvimos nuestra
propia guerra. Después de vivir tal horror decidieron ir a perderse y llevarse a los rendidos.
— ¿Qué pasó con ellos?
—Algunos dicen que murieron en el camino. Otros dicen que llegaron al mar. Pero tú estás aquí,
eso confirma que llegaron al mar. Quien te piensa no ha muerto del todo.

 

 

Quien me piensa llegó al mar con mi recuerdo. Quien me piensa no ha muerto del todo. Quien me
piensa pertenece a los rendidos, a los arrodillados. Quien me piensa jamás me ha hecho doler. Iría
a buscarlo para rendirme y arrodillarme frente a él. Yo que siempre he caminado por la orilla, por
el agua clara y poco profunda. Quisiera ahora adentrarme al mar hasta no tocar el suelo.

 

 

— ¿Por qué no te fuiste a ver el mar?
—Cada quién eligió la muerte que en el momento parecía más apropiada. Los que se fueron al mar
querían contemplar por un último instante la eternidad. Yo solo quiero desmemoriarme.

 

 

— ¿Por qué no te fuiste a ver el mar?
—Porque necesito convencerme de que todo acaba.