Paulo // Pregúntale al Polvo

 

Él, acostado en la cama número 117, obedece a la noche y se entrega en su totalidad. Él flaquea ante ella, pues siempre la amó. Paulo, durante sus años lúcidos, siempre amó a la noche. La luna se convirtió en su abrazo. La miraba durante horas y cada que ella se escondía entre las nubes, Paulo decía en voz baja: “Cobarde, sal y abrázame”. Él ya no dice más. Paulo solo espera a que oscurezca y que la luna llegue a su trono justo en medio de la noche para así comenzar a desnudarla en pensamientos que jamás se harán poesía. Paulo permanece acostado, lánguido y anémico. Yo quiero pensar que el autismo lo consumió y lo dejó en pausa, o que su amante, la luna, hizo de las suyas: lo envenenó y se lo llevó hacia sus recuerdos.

Afuera del hospital, la lluvia se hace cada vez más delgada y moja más. El viento sopla hacia el sur, en dirección de las vías del tren, en dirección de la casa de Amelia. Mis cigarrillos apestan a caducidad, sin embargo, enciendo uno. Nunca me gustó fumar con la cara pintada. Siempre mantuve la postura de que si algún día llegase a ver a algún payaso fumando y en depresión, el mundo habría comenzado su decadencia. El diagnóstico de Paulo dice: Desplazo de la pituitaria contraída y extendida hacia el interior de la cervical. Pero yo creo que sólo se enamoró de la luna. Lo demás, son protocolos absurdos que buscan marear y hacer más lenta la agonía a los familiares que caminamos, sonámbulos y sin dirección, dentro de este hospital en donde ni siquiera hay agua en los baños.

La voz de la doctora se acerca y me tranquiliza como si fuese un abrazo de mi madre. En efecto, me abraza, y por mi cuerpo recorre la misma sensación que sentí cuando conocí a Amelia. Tengo ganas de llorar pero también de arrancarle los labios a mordidas. Ella miente. Me dice que todo está bien. Me besa. Amelia nunca me dio un beso con la ropa de trabajo. Este beso no se compara con sus palabras ni con sus abrazos. Amelia, por naturaleza, me reconfortaba. Además trabajábamos juntos, eso hacía que fuera espectacular. Ella era dueña del aire y del trapecio; hacía malabares pero sólo cuando estaba conmigo o cuando estaba sola frente al espejo.

El viento sigue apuntando hacia las vías que pasan por su casa -esas que descarrilaron al tren de carga el mismo día que falleció-, mi cigarrillo apestoso está mojado; la doctora me abraza y repite que todo estará mejor que ayer. Seguramente Paulo huyó en dirección de su amante, no quiero saber. La doctora llora mi pecho, me tranquiliza su llanto, sin embargo, la luna me está mirando, me está coqueteando. Aviento mi cigarrillo directo a la lluvia y suspiro en silencio: Paulo.

 

 

Leonid Tishkov

Fotografía: Leonid Tishkov.